Cada vez que veo en un mercado
medieval a unas aves
rapaces acorraladas por la gente mientras las fusilan a fotos, siempre me da
por pensar lo mismo: no tienen nada que hacer, son seres que vienen de otra
época cuando el hombre le hablaba y escuchaba a la tierra. Quizás para la ciencia moderna no sean más que pájaros
del orden tal, clase cual y familia no se qué; pero qué duda cabe que no pueden
ser solo eso, se merecen ser algo más.
Pero hoy esa rapaces no son más que meros bichos curiosos a los que
echarle una foto, un fugaz pasatiempo que apenas se marcará en las retinas, un souvenir
de la naturaleza que la visión
materialista y pragmática ha convertido en poco más que muñecos con plumas.
Y es que debemos ser conscientes de que el catalejo a través
del cual observamos e interpretamos el mundo hoy día, aún no le hemos quitado
siquiera el embalaje en el que nos llegó envuelto. ¿Qué intento decir con esto? Pues que nuestra visión
contemporánea, o sea, la forma como observamos todo lo que nos rodea, nació
con la Revolución Científica del siglo
XVII y se terminó de conformar y expandir gracias a la Ilustración. Estamos hablando apenas de cuatro siglos en
comparación con los milenios que llevábamos utilizando la otra visión de la
realidad.
Todas las culturas de la antigüedad - Egipto, Grecia o Roma por citar
algunas - compartían esa misma experiencia de vivir por completo inmersos en el
animismo y la religiosidad. Luego vino la Edad Media, cuando el cristianismo
irrumpió fuertemente pero no por ello cerró nunca del todo nuestros “ojos
paganos”. A pesar de que la fe que reinaba en Europa era la cristiana,
pervivían por ciudades y aldeas - como un tesoro que hubiese sido esparcido
sobre nosotros - multitud de creencias, figuras mitológicas y tradiciones
mágicas.
Sobra dar por sentada la idea clara de que cambiar los amuletos por microscopios nos ha traído
unos tiempos de seguridad y desarrollo que nadie en su sano juicio querría
llevar atrás. Pero siempre que hemos avanzado, dejando atrás una forma de
entender la vida por otra que nos ofrecía un futuro más esperanzador, hemos
perdido irremediablemente muchas cosas bellas y útiles por el camino.
Veréis, yo creo que el planteamiento es sencillo. La visión del
científico nos ha despojado de formas de sentir la realidad que también tenían
su utilidad, más allá del mero romanticismo. La ciencia observa a través de
la lógica y la razón, la ciencia mide y calcula porque lo que desea son datos que
nos den dominio sobre la naturaleza con el fin de servirnos de ella para
nuestro desarrollo. Por supuesto que esto es muy positivo, pero también ha desembocado en una visión fría y aséptica de la realidad, un punto de partida por parte de
todos hacia la aspiración de dominio absoluto de nuestro entorno, una mirada
como la del ingeniero con ese punto de prepotencia y desdén,
Una nueva forma, en definitiva, de situarnos frente a la naturaleza que
compartimos todas las personas, independientemente de credos, ideologías o
razas, y que finalmente nos ha llevado a perder la magia de esa mirada inocente
que teníamos antes.
Porque cuando algo no se termina de conocer y se nos antoja
que una fuerza inexplicable hay dentro suya - por tanto nos resulta imposible
de dominar - sentimos respeto y
curiosidad hacia ese elemento o fenómeno. Hay un misterio eternamente velado
que activa nuestra imaginación y con ello nuestro entusiasmo.
¿Y esto para qué nos servía?. Para sentir la realidad de forma más
intensa y apasionada, irracional y absurda sí, pero que también nos hacía
sentir que estábamos ante algo especial. Como especial es, por poner un
ejemplo, una monumental y grandiosa catedral para la sensibilidad del creyente,
mientras que para el resto de los mortales tan solo será un bello montón de piedras
sostenidas por reglas de arquitectura.
Tendríamos que preguntarnos, pues, qué es más importante para nosotros
¿una visión cien por cien racional o una sensibilidad más humana?.
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